miércoles, 2 de junio de 2010

Alargadas sombras


Un poema que me surgió de aquella historia en la que una ardilla podría ir del Cantábrico a Cadiz saltando de árbol en árbol sin pisar el suelo. El poema me trajo después el cuento de mi pequeño libro "Leyenda de las sombras alargadas en los campos castellanos". Naturalmente, una leyenda fruto de mi imaginación donde queda inserto el poema y que alguna amiga lectora le han arrancado dos ó tres lagrimillas.


Alargadas sombras



Dicen que es larga la sombra en los campos castellanos,
cuentan que brota de las tapias de los viejos camposantos,
cual raíces de cipreses que a las sepulturas custodiaban.
¿Porqué se repite la historia, según van cruzando los años?,
desde los caballeros de armadura que al ocaso cabalgaban
dejando detrás de sus yelmos, extrañas siluetas quebradas,
que una tarde que asomó nublada, centauros se parecieran,
hasta los dragones de ruedas, con dentaduras de acero
que confundieron a las urracas de aquel agosto postrero
cuando en la mañana, asustadas, levantaron el vuelo
mientras hurtaban el grano, sin hacer caso a los fantoches
en la tierra encadenados, vigilantes de paja henchidos
que el labrador disfrazó con harapos y deslucidos tocados,
en caminos, en sembrados y en los huertos más lejanos.
Me contaron que al oscurecer, sentado en aquel altozano,
un espectro de negros ojos, cara blanca y cabello alborotado,
contempla el sendero de trillos por donde vuelve el ganado,
los perros corriendo atentos entre el polvo de los dos lados,
el pastor silbando sus labios, mientras agitaba en el viento
la mano que arroja los cantos, la izquierda sobre los ojos,
evitando que le deslumbre el Sol que le ilumina tan gacho,
mirando con desconfianza, la silueta que se encarama
al contraluz de aquel collado, que custodio parece del valle
desde tiempos tan ancianos, donde el arbolado colmaba
las colinas y los cerros y más abajo los verdes prados,
montes de vista perdida que el horizonte hubieron curvado,
hasta emboscar las trochas y ocultar los arroyuelos
que iban desde el oriente regando los tiernos pastos.
Relatan, lenguas de estropajo, que una noche medrosa,
escucharon largos gemidos que llegaban desde lo alto,
alaridos y sollozos rebotando, bajo un cielo encapotado,
haciendo temblar la iglesia que elevaron los templarios;
y luego de un jarro de vino, explicaban los convidados,
que el fantasma del alcor, lloraba con tantas quejas,
con tan desmedidas voces y golpes en las piedras,
que asomaban entre los truenos de la tormenta ciega,
moviendo con sus lamentos los badajos oxidados,
haciéndolos girar cien vueltas al resplandor de los rayos,
golpeando con tanta furia los bronces de las sonajas
que salían con chispas los tañidos de las campanas,
hermanas que fueron testigos desde sus campanarios,
de la historia de las sombras en los campos castellanos.
Musitan aquellos amigos, después de otros tantos jarros,
sus codos sobre la mesa, las manos bajo las barbas
sujetando sus cabezas, que a lo largo de la charla
ya van siendo sometidas por tanto vino abundante
que trasiega en sus gargantas desde la cuba vieja,
que el fantasma que pernocta en los serrijones al claro,
era el de un gran señor que hubo perdido el hijo
que fue de una dama noble cuando iba sin cortejo,
bajo las ramas frondosas de unos árboles arcanos,
olvidando luego la senda donde vinieron sus pasos,
dejando al recién parido escondido entre las raíces
de algún erguido nogal, a la linde de una chopera;

y, para encontrar al retoño, hubo comprado el bosque

talando hasta el infinito la impenetrable arboleda.

Manolo Madrid (del poemario "Soplador de vientos")

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