¡Ay, Ay!
Se cambia, y se olvidan las alas de ángel,
del niño que fuiste,
de inocencia de plumier de escuela.
Después te grita cada noche la conciencia
y olvidas que debes mirar
el celeste firmamento cuando llueve,
en la oscuridad,
en el silencio de tus voces
mientras la lluvia limpia tus pupilas
para que surja de tus labios la sonrisa
y respires hondo el aroma
que baña los parques
y los jardines de cada día.
¡Ay!, que se te lleva el aire
las alas de niño bueno,
las risas que te adornaban,
ojos de mirar sereno
que tu carita guardaba;
¡ay!, qué blanca es tu memoria
tan lejos de ver los tiempos,
qué dulces los frutos rojos
que brotan del pensamiento,
que siente las flores lilas
de olor que trasplanta el viento;
¡ay!, cuántos puños de granos
han de juntarse en el suelo
para llenar un desierto
y las huellas que se borran
porque lo sepamos cierto;
¡ay!, las gotas de los mares
alborotadas a veces
cuando sopla fuerte el cierzo
y suelta las tempestades
para ocultar a los peces
de barcas que llevan redes.
Pero en las tardes de lluvia…
sube los ojos al cielo,
porque lavarán tus penas
de agua sedosas gotas,
lágrimas peregrinas
y secarán tus pestañas
soplidos de suaves plumas,
batir de golondrinas
que llegarán de madrugada;
olvida tus labios prietos
avaros de tu sonrisa,
grilletes de pensamientos
que tus historias cubrieron
con espinas de zarzales
y pieles de mil ortigas;
deja que muera la tarde
sobre los bancos del parque,
pelo alborotado al viento,
manos sinceras al sol
que se filtra entre las hojas
y al olor de los rosales
que permanecen despiertos.
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