martes, 14 de septiembre de 2010

Fantasías de Halloween

Fantasías de Halloween

El salón bullía de gente y radiaba de luz. Florecido de vestidos vaporosos y sobrias etiquetas de contrapunto, que danzaban y sujetaban los giros alados de las mujeres. Los aromas impregnaban el aire y las doradas columnas cercaban la fiesta allá al fondo de las curvadas paredes, donde los espejos de esmeriladas sombras y rutilantes brillos reflejaban millones de veces los artesonados del techo y las retorcidas escayolas bruñidas en pan de oro. Mientras, la música, etérea, se adhería a las risas y al brillo de las miradas veladas por largas pestañas, encerrando debajo los misterios insondables de los femeninos deseos, provocando los ojos ardientes de los varones.

–¡Vamos, vamos, Adelina, mira... mira como está la fiesta! –grité alborozado, tirando de la mano de mi sonriente compañera, encadenada a María con su otro brazo; ella, refulgente de tantas pulseras de jade y oro, mientras la jovencita mucama que le servía y a la que ella adoraba, se dejaba atrapar también, riendo feliz. Las perlas de sus dientes blancos destellando como estrellas del firmamento, su alargado y fino brazo de piel de seda mulata caracoleando otros brillos de pedrería y encajes transparentes hasta el hombro, donde la inexistente sisa atrapaba los ojos de impudicia de cualquiera, hombre o no, hasta unos senos adolescentes.

–¿Ves, María, ves? ¿No te lo dije? –reía alborotada mi amante sin soltar ninguna amarra, dispuesta a no dejar escapar ningún amor perdido en el temporal.

–¡Ay, mi señorita, que gran fiesta y cuantas señoronas guapas! –respondía María con su acento de la lejana Cuba. Su deje de aquellas lindes marinas escapando y retorciendo las inflexiones de su frase mientras ella corría, casi de puntillas, arrastrada por la algarabía de mi emparejada, quien quemaba mi piel con el fuego de la suya.

Pero la gente, aquella masa en constante movimiento, aquella marea que iba y venía al ritmo de la danza, se abría por arte de magia a nuestro paso y, unas veces corriendo en aquella cadena de extraños sentimientos, otras bailando en un alocado trío, un ballet de dos primas donnas donde mis ojos no sabían descansar, avanzamos y nos internamos, riendo y mostrando nuestra recién adquirida fortuna; los fajos de billetes amaneciendo imprudentes desde los bolsillos de mi almidonada pechera, desde debajo de las aterciopeladas solapas, desde los bordes acharolados de los brillantes zapatos. Al tiempo, jugando, riendo y tratando de provocarme, mi Adelina, tiraba de un montón de aquellas hojas verdosas de extrañas y valiosas hortalizas y las sacaba del ajustado borde de su corpiño para exhibirlas en el aire y luego, mirándome con ojos de picardía, meterlas en el otro cuenco de la femenina almilla, junto a su otro pecho turgente, quizá deseando mi mano, quizá deseando mi boca o puede que la mano delgada y aniñada de María.

Después fueron los giros y compases los que nos acercaban a las manos pedigüeñas o los que nos alejaban del asedio y el acoso, saliendo de un corrillo y entrando en otro, como una tríada de cometas apareciendo y desapareciendo en brillantes galaxias, buscando el confín de aquel mundo, de aquel universo, para llegar hasta el arco dorado de otra constelación. La repentina y adornada puerta con ujier y chambelán de dorados galones y solapas curtidas de pespuntes anunciando nuestro amanecer, con bastón de curvada empuñadura de plata y cadenillas de oro sujetando campanillas de cristal irisado. Sus reverencias hasta los pies saludando nuestra entrada en el nuevo firmamento, voceando nuestros nombres que a mí ya se me hubieron olvidado; llenos los tres de risa, de alegría y de billetes de banco que ahora repartíamos felices, como un maná inesperado en un desierto de canapés de caviar ruso y salmón noruego, de estilizadas copas llenas de burbujas francesas que trasladaban de aquí para allá engolados camareros, artífices de los más atrevidos malabares con las bandejas atestadas de arboladuras de pajillas coloridas, de pinchos con gajos de quivi, de mango, coco y amarillenta piña sobresaliendo de miles de tonalidades húmedas y bamboleantes; los iceberg flotando como esquifes a la deriva en los cristalinos tubos contra las guindas sanguíneas o verdes, en los diminutos océanos de ron añejo, de escocés o bourbon, de vodka del antiguo Tanais, de zumos de apasionado maracuyá, de lima o naranjadas aliñadas con olorosa ginebra o exótica tequila, donde en todas se bañaban los neones, los focos tamizados o las arañas, luminarias inmensas pendulando del cielo raso.

–¡Baila, Adelina, baila conmigo y apriétame en ti! –decía mi libido desbordando de mis ojos, amaneciendo de mi voz enronquecida por las hormonas.

Entonces, como un carrusel, rotábamos como flotantes peonzas; abrazados, mientras sentía la mano tenue de María sobre mi cintura y la ardiente de Adelina sobre mi nuca. Entrando otra vez en la vorágine de los valses, de las rumbas y de los ritmos calientes que despertaban las caderas de la cubanita, ¡ay, la salsa y el son y el merengue y ...!, y que ella no rechazaba para nada aquellas ocasiones en que mi mano resbalaba irreflexiva más allá de la espiga de su talle.

Vuelta tras vuelta, minuto por minuto, las risas desinhibidas llamando la atención de tantos repentinos amigos, salón tras salón, el tiempo se deslizaba intemporal, extraña paradoja, como un trineo por la pendiente de un glaciar. Mientras, nuestra fiesta se volvía huidiza de tanta mano alargada, de tanta mirada sugerente, hasta que nuestros pies se volvían ligeros corriendo por aquel enorme hall con forma de cono, que ascendía en extraños y sugestivos balcones colgantes; una inédita espiral abarandillada de retorcidos jeribeques de piedra rosa y rostros encarnados de excitación asomando al vacío y pendientes de nuestro fulgor. Nuestra danza cada vez más arriba, más cerca del apogeo del centro del templo, de aquel paraíso de la luz, cada anfiteatro más recargado de gente, de encopetados danzantes poseídos por las carcajadas y las agudas risas de las damas, como trinos de pájaro, de miradas untuosas y extrañas que nos acosaban haciéndonos trepar más al cielo, en busca de algo indefinido, nuestra vista puesta abajo en la brillante pista inferior, donde el circo de la fiesta mundana ascendía en oleadas de sonido y color, intentando hipnotizar nuestra marcha para atraparnos sin remisión.

–¡Corred, no miréis abajo! –advertí, como el hijo de Harán, el sobrino de Abraham, aquel bíblico Lot hizo con su mujer, queriendo evitar que se transformase en estatua de sal.

Al poco, ondulados corredores en suaves pendientes se abrieron ahora ante nuestra algazara. Adelina, temeraria y alocada, muerta de risa, arrojando billetes a nuestro paso, a diestro y siniestro; a revuelo de corral, ¡pitas, pitas, gallinitas!; a vuelo de columbinas o de aleteantes bandadas de gorriones, ¡pío, pío, pío!; dejando un indicio, una pista inconsciente e irreflexiva para simular aquel cuento infantil donde se plantaba un rastro de miguitas de pan para no perder el camino de vuelta en el bosque. Entonces fuimos acompañados por un griterío ensordecedor, entrecortado con la música que en ocasiones entraba por inesperadas ventanas que se abrían a la espiral del “abalconado” patio interior, persiguiendo nuestra alegría, hocicando sobre nuestro dinero.

Así, corrimos y atravesamos, como rayos, los espontáneos salones que aparecían llenos de magia y repletos de atrayentes mesas colmadas de manjares, estancias poliformes abarrotadas de sonrisas malévolas impregnadas del único deseo de frenar nuestra huida, de detener nuestra carrera; ahora casi un vuelo de gráciles mariposas, luego unas larguísimas y flexibles zancadas de avestruces blancas o de gráciles gacelas; pero, siempre un desesperado intento de mi parte por alejarnos del vocerío cercano, próximo, inminente, amenazador.

–¡Vamos, no os detengáis! –me angustiaba contemplando la ingenuidad alocada de mi rémora–. ¡Adelina, Adelina... deja de tirar dinero, eso les enloquece, les da fuerza!

Pero ella reía y miraba con picardía a su María, que no acababa de comprender nada, enamorada de su ama; quizá, por extensión, también de mí y yo..., yo de ambas, yo de la vida que ahora nos sonreía, yo de mi Adelina y su tersura y de la ninfa que la adoraba, ¡viva Cuba! ¡Vivre la vie! ¡Vivre la France! Que locura, ¡viva la locura!

–¡Corre, Adelina, corre!

Y ni tan siquiera aquellos fastuosos dormitorios que aparecían por ensalmo y por los cuales cruzábamos como el viento en un desfiladero, ni tampoco aquellas estancias donde la enorme y mullida cama adoselada imbuida en brocados colgantes, cojines de raso y de seda, lograban detenerme.

–¡Esperad, no os vayáis, venid a mí, a mis cojines, a mis rasos, a mis mullidos almohadones y descansad, amaos encima de mí, haced el amor con fuego, con pasión y luego reposad las palpitaciones del himeneo! –nos gritaban las acolchadas bocas en nuestra imaginación, sin poder evitar que yo siguiera tirando con fuerza de mis dos ninfas, la mía y la sagrada: la sílfide, de rostro asombrado, de labios carnosos y sonrisa tímida y sensual, llena de perlas de nácar y caderas escurridas, casi las de un efebo trascendente y sensual.

Pero, aún había más trampas, todavía, tras recodos por pasillos esculpidos con suelos de mármol y paredes de alabastro, adornadas con espejos y tapices de Arabia, se abrían enormes aposentos donde refulgían las tersas superficies de piscinas rodeadas de fuentes de esencias y murmullos zalameros, los gestos de los eunucos y náyades atrapando nuestros deseos, las miradas de Adelina y María implorando mi clemencia, distrayendo mi atención de nuestro objetivo. Ahora ambas cubiertas sólo de transparentes velos desde los cuales afloraban sus formas, sus redondeces y los pechos grávidos de morenos y enhiestos pezones de mi Adelina y los tersos y levantados, de rosadas fresas puntiagudas de su María, de su privada fruta verde.

–¡Oh, mira... mira y huele! –me invocaba mi adorada llevando sus manos hasta mi cara después de haberlas sumergido en aquellas eternas fuentes de esencias y óleos perfumados, haciendo flaquear mis piernas, consiguiendo mermar la decisión de salvarnos y escapar de la hecatombe que ya presentía.

–¡No, Adelina, no... solamente son trampas! –gemía yo sin palabras mientras cerraba los ojos a la sensualidad infinita, al deseo de sus carnes, aquellas más mórbidas, aquellas más tersas.

Entonces, tras mi esfuerzo de voluntad, sus cuerpos volvían a estar vestidos de sus ropas, aunque sin saber cuales hubieron sido antes, pero aún y así corrimos de nuevo, ahora por uno de los recargados balcones de la estructura de geometría gaudiana, de los soportes floridos, de las columnatas rococó, de las vigas retorcidas como inmensas raíces de olivo de las que nacían las estalactitas de luz; abajo, mareante, la altura, el vértigo del iluminado hall y sus danzantes enanos, lejanos, pequeños e inconsecuentes desde el cielo, desde donde contemplábamos a las enjoyadas gentes y su brillo, su fuego desbordante de vida y pasión.

–¡Ay, señorito... que mareo! –escuché el acento de allende, la risa gorjeante y cantarina rellenando los espacios en mis oídos.

Pero entonces, de inmediato, surgió el retumbo, el sonido ciclópeo, la vibración, el puro surround que aparentaba nacer del suelo, de las barandas de tallados pasamanos, del mismísimo epicentro del cerebro y luego, aun, los escombros empezando a llover desde otros pisos superiores, desde otros cielos más lejanos y nosotros, amarrados como yedras, cayendo en un alarido insoportable. Cada vez más envueltos en pedazos de paredes, en trozos de balcones, en barandillas desgajadas, volando en un mágico descenso donde las piernas y los muslos de mis dos féminas caían resplandecientes frente a mis pupilas antes que sus vestidos y sus enaguas renacentistas, sus risas maliciosas atentas a mis ojos, las dos manos de María enlazadas a su cordón umbilical, mi Adelina querida, quien no me soltaba ni siquiera en este final del mundo.

–¡No os riáis! –gritaba yo despavorido, sin entender la incomprensión que emanaba de mis compañeras de vuelo–. ¡El edificio nos aplastará cuando lleguemos abajo! ¡Se derrumba, caerá todo sobre nosotros! –explicaba en el infinito planeo, sin recordar que antes seríamos nosotros los reventados contra el mármol de abajo, una explosión de vísceras sobre el fino suelo de Carrara, como se revientan tres sandías maduras cuando caen desde la Luna y llegan a la vida terrenal: el duro suelo.

–¡Pasad, pasad por aquí, no os detengáis! –gritó repentinamente nuestro emergido ángel guardián, una carnosa matrona que sujetaba aquel dintel aparecido tras nuestro aterrizaje fortuito sobre la red abandonada de algún saltimbanqui desconocido, un funámbulo del pasado, un salvavidas que como una tela de araña desdeñada nos había librado del choque funesto, una malla blanca en donde caímos y después rodamos envueltos entre abrazos inesperados, entre presiones escondidas y deseables, entre besos furtivos con sabor a melaza, la amenaza de la lluvia meteórica olvidada ante el sabor de la pasión.

–¡Bésala, bésala que hoy es Halloween! –decía pervertida mi Adelina empujándome sobre su criadita–. ¿Te gusta... eh, María, te gusta? –y estallaba en una larga carcajada mientras corríamos de nuevo tras nuestra salvadora por aquel retorcido pasillo, el estruendo del derrumbe total persiguiendo nuestra carrera, haciendo resbalar nuestros pies con el polvo que llegaba desde atrás en oleadas de presión.

Entonces, nuestra huida de aquel peligro intuido, pronosticado, de aquel terror sutil que poco a poco iba oscureciendo aquellas imágenes fastuosas, brillantes y llenas de alegría, se fue deslizando por claustros y pasajes, por angosturas y recovecos, nuestra salvadora olvidada en algún ángulo del camino, los rostros de Adelina y nuestra María, tensos y ensombrecidos.

Olvidados sin saberlo del reciente pretérito, descendimos y giramos y torcimos y saltamos peldaños de escaleras sombrías y llenas de mugre, iluminadas de tristes bombillas amarillentas, cada vez menos visibles, cada nuevo pasillo más menguadas de luz, hasta que en un último salto, impredecible, apareció el anden más cotidiano, más mundano y prosaico: la artería subterránea del pueblo, de los ataviados cada ocho de la mañana con sus monos, sus trajes ajados y vestidos raídos. Aquel ajetreo ruidoso donde el porcentaje de los “vaqueros”, los Lewis, los Jean y otros menos nominados de los obreros manuales, oficiales de talleres perfumados con Chanel de grasa y aceite, o de yeso y estuco, se imponían a los más encorbatados, a los oficinistas y los administrativos o los contables, estos que ya no usaban manguito y visera para asediar las cifras de los diarios de movimientos dinerarios, de los balances acusadores y traicioneros.

–¡Mirad, el metro! –sonreí aliviado, arrastrando al anden iluminado de azulada luz fluorescente a mis ninfas, al motivo de mi carrera, al impulso de mis pies y la atracción de mis ojos, que ahora las miraron con largueza agradecidos al buen fin de nuestro periplo por tanto infortunio tras tanta felicidad; justo como es la propia vida.

–¡Ahí está! –anunció Adelina, toda ella una sonrisa, toda ella una satisfacción ante el convoy que entraba ruidoso en la estación, despertando los “tran, tran” de los rieles, los “cratacran, cratacran” del cambio de agujas de la boca del negro túnel.

Aún el chirrido de los frenos y los soplidos de los tanques de aire a presión se esparcieron por el anden hasta ser dominados por el silencio espeso, el olor a letrina y aire retenido emanando desde el agujero negro del túnel, como un hálito perenne arrastrado por la succión de los vagones.

–¿Pero, porqué no abren las puertas? –grité airado, temiendo que el acceso a nuestra consecutiva huida no pudiera ser consumado, contemplando embobado el extraño “metro” totalmente pintarrajeado, diría tatuado centímetro por centímetro de enormes y aberrantes graffiti, todo el cerrado transporte cubierto de la lepra moderna, del mal entendido arte de los desafortunados y abandonados de cualquier Musa inspiradora, de los agitadores de botes de pintura a presión, de las sombras huidizas y furtivas de cualquier calleja, tantos de miradas ágiles, de rostros flacos y comisuras tensas, de nervios averiados a punto de la explosión ante un imperceptible sonido.

–¡Ay, qué este es el último y nos quedaremos aquí! –exclamó Adelina abrazándose a María, infundiéndome la idea del desastre, del peligro nuevo.

–¡Pues aquí nos atracaran! –gimió el deje cubano–. Y con todo ese dinero...

Pero yo, enfurecido y gritando de rabia con la fuerza de un huracán, comencé a dar patadas a las adornadas puertas de los cerrados vagones, viendo que su interior estaba vacío, que nadie atendía nuestro reclamo, pensando si no sería un tren ficticio, otra trampa de nuestro continuo espacio tiempo. Un tren sin viajeros ni conductor, sin nadie que nos abriese y nos llevase de allí, de aquel andén estrecho y largo, lleno de escupitajos y moqueros arrugados en los diedros, rematado en cada extremo por un ojo ovalado y negro por el que volaba rápido el aliento fétido y caliente del subterráneo.

–¡Oh, nos atracarán seguro! –añadió Adelina acurrucándose a mi lado y apretando a María contra mí, quizá entregándomela en un arrebato de altruismo, un sacrificio propio, una inmolación para que yo la salvase.

–¡Ay, ay... los demonios... vienen los monstruos! –señalaba la mano pequeña y trémula de la mucama hacia la embocadura de las escaleras por donde antes hubimos llegado a aquel encierro, a aquella trampa sin salida mientras el tren arrancaba con su “tran, tran”, “cratacran, cratacran” y se alejaba de mis patadas desesperadas.

–¡Oh, se va y esos... mira... aaaahhh! –gritaba mi amarrada a la vida sin soltar para nada a la sílfide.

–¡Pues tendremos que meternos en el coche! –gimió desesperada mi estrategia brotada de la imaginación más fértil, atento a la extravagancia aparecida a nuestro lado, mi fiel e inseparable automóvil, un reducto en el que cada uno se siente invencible, seguro y capaz, hasta que cualquier ruido inesperado te deja tirado en una comarcal sin tráfico, de noche y lloviendo.

Luego, en décimas de segundo, el conocido fortín, estuvo lleno. Mi Adelina, sin carné de identidad siquiera, en el asiento del piloto, de un conductor que no podría guiar el artefacto por aquel largo y extraño andén que ahora aparecía sin final, pero tan peligroso como una carretera de montaña pegada a un precipicio; la nereida de la Cuba de Fidel, sentada, más bien acurrucada, atrás, justo a la espalda de su poseedora y yo, yo de copiloto, como aquel de las carreras en la “tele” de los domingos, el que va guiando al ganador de la etapa con sus extrañas e incomprensibles palabras, escopetadas frases donde todas parecen terminar en aquel sufijo “¡ras!”.

–¡Ay, mi ama, que quieren entrar! –dijo la del mar antillano señalando la horrenda calavera descarnada, ataviada de larga y harapienta toga negra por la que salían entre flecos las huesudas manos, que con fuerza desmedida asieron la portezuela comenzando a agitarla zarandeando el auto con una violencia inusitada, coreada por el tropel de monstruos halloweenianos que se abarrotaban en la escalera luchando entre ellos para acceder al festín, a nosotros, los humanos manjares que nos oponíamos a ser devorados, o desmembrados, o rajados y masticados por aquellas bocas soeces y lascivas, babeantes.

–¡Oh, Adelina, esa bestia va a desgajar la puerta, agarraos! ¡Arranca, arranca ya, Adelina!

Pero Adelina y el auto eran tan incompatibles como la vida y la muerte y la cabina parecía ya tan frágil como un bote de remos en un tsunami mientras las alas de la Parca con su guadaña, los mil demonios incubos, súcubos y luciferinos, las parcas, los vampiros, brujas y demás muertos vivientes, nos rodeaban dando puñetazos en los cristales, en las puertas, en el techo, hasta que mi pensamiento se cumplió y la puerta saltó desencajada de sus goznes y de su cerradura. De inmediato, el repelente y babeante esqueleto entró atrás y se sentó al lado de nuestra María, quien comenzó a chillar con tanta fuerza como la sirena de una ambulancia; acosada y sobada y babeada y oprimida por la demoníaca figura, dotada repentinamente de cuatro o de ocho manos que entraban por allí y por allá, hurgando el terreno de lo privado, de lo sagrado, del patrimonio íntimo de la cubana.

–¡Ay, mi María, que se come a mi María! –me agarraba Adelina clavando sus bien cuidadas uñas en mi brazo, presa del terror más agudo, muerta de miedo y de celos al ver a su adorada acosada y pretendida por el esqueleto fosforescente, temiendo que la poseyese, que la hiciera suya y la arrastrase a algún nicho de un cementerio del averno.

Sin embargo, la furia con la que anteriormente hube pateado el insensible vagón del suburbano, surgió de nuevo y vuelto hacia atrás golpeé al nefando ser, que ahora se volvió hacia mí echando lumbre por sus ojos y babas hediondas por su boca, intentando morder mis puños, hasta que yo salté por encima del asiento y caí de rodillas sobre el centro de la batalla, acuciado por los gritos y blasfemias que coreaban la pelea desde el exterior. Luego, mis pies intentaron patear al huesudo infernal y con asombro, cuando de nuevo quise golpear con mis manos su calavera, esta se desvaneció en el aire y sólo un residuo de algo, algo parecido a un antifaz de tela quedó sobre el asiento al tiempo que María lloraba aliviada y se inclinaba hacia delante para besar a su Adelina, a mi Adelina.

–Pero, ¿dónde está esa mierda podrida? –indagué mirando alrededor levantando en mi mano la perdida careta, el extraño objeto blando y amorfo–. ¡Se ha ido...! –negué con ira ante la evidencia, despertando poco a poco, con mis dedos aferrando aún aquel señuelo, hasta que una de mis manos fue guiada por algún avezado instinto y pulsé la luz de la mesilla de noche.

–¡Oh, que locura! –murmuré arrodillado en la alfombrilla de la cama sobre el suelo, las mantas sacadas de su sitio por mis violentas patadas y mi otra mano, firme, levantando en alto, ante mi mirada imbuida de asombro, mi propia zapatilla, mi buena y cómoda amiga, algo amorfa, levemente olorosa y para nada resplandeciente ni amenazadora.

Medio desfallecido, en la frialdad del dormitorio y el silencio de las tres de la madrugada, sin esperar a más, tiritando de frío y riendo casi a carcajadas, tras arreglar ligeramente la ropa, me metí en la cama, atacado de la risa; mi corazón golpeándome el pecho como si hubiera corrido los cien metros libres, mi cuerpo acometido de los síntomas de la pelea, el reflujo y el influjo del sueño aún rezumando desde mi subconsciente, empapando mis neuronas y dejándome ser feliz al recordar cada uno de los pasajes ¿vividos?

–¡Ay, Adelina, María, volved a mi sueño que ya no están los monstruos! –pensé mientras me adormecía sin que mi cerebro quisiese recompensarme con la presencia etérea y carnal de mis amantes.

oOo

Por Manolo Madrid

Del libro de sueños 'Fantasías de Halloween'

Derechos de Autor ZA-18-08

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