Se murió la niña
esta noche rumorosa con la Luna tan alzada,
caminito ya del día; con las estrellas por techo
y las ramas de la acacia, presentí sobrecogida
que sus ojitos, ¡luceros!, a mi cara no miraban,
que su cuerpo delgadito poquito a poco se enfriaba
y su boquita reseca de mi pecho no chupaba.
¡Ay, que se murió la niña!,
esta noche tan malvada, tan cerca del río seco
donde el agua ya no corre; tampoco corre en mis senos
que ahora no tienen nada, de donde ella, ¡pobrecita!,
con sus manos se agarraba, ¡tira, mi pequeña, tira!,
¡fugaz estrella de mi alma!, tira de mi pecho muerto,
fantasía que mi boca pretendía regalarle.
¡Ay, que se murió la niña!,
en esta noche estrellada, cuando la Luna redonda
asustada me decía: ¿qué le ocurre a tu pequeña
que ya no te pide nada, que sus ojos ya no brillan
ni sus manitas te agarran? Será que ya no quería
de tan harta como estaba, que chupando van tres noches
y llorando van tres días, sin haber comido nada.
¡Ay, que se murió la niña!,
naciéndole la mañana, después de que tantas mesas
golosinas las colmaran; leche blanca, pan de trigo,
mantequilla y miel de flores que no probaron sus labios
desde que al mezquino mundo cruel, de razas y temores,
la enviaran como castigo, para vivir un segundo
en un planeta de ricos donde no falta de nada.
¡Ay, que se murió la niña!,
sin poder hacerle nada, sólo un puñado de huesos
y la piel tan arrugada; sus ojos me lo decían
sus ojos me lo avisaban, ¡mamacita, no me dejes
que ya no veo tu cara! Pero en la choza no tengo
pan nuestro de cada día ni grano que lo amasara,
qué quieres negrita mía si estamos abandonadas.
¡Ay, que se murió la niña!
y que tengo que enterrarla, ¿lo haré en el fondo del río
ahora que está sin agua? ¡Déjala bajo la encina
y que se convierta en savia!, y así podrás ver que vive
cuando allá en la primavera retoñen las flores blancas,
tan blancas como la leche que nadie quería darle,
eso me dijo la Luna mientras cantaba una nana.
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