La bruja
Venían rumores suaves, el frufrú de la rafia,
el frotar del esparto por el suelo agrietado
de tablas que chascan con el mínimo paso,
venían suspiros y toses de mujer anciana;
y del desván de la casa, aromas de espliego
y susurros de musgo que impregnaban la escoba
donde la bruja agorera por la noche volaba.
Y bajó la escalera aquel profundo silencio
por llegar a la sala y rodear la redoma
que hervía en el fuego que lechuza cuidaba,
las sonoras burbujas despuntando en el fondo,
explotando el hedor en el calducho inquietante,
sombras y luces bañando anaqueles de brillos
y vidrios antiguos que los conjuros velaban.
¡Belcebú, Leviatán!, aparecieron los nombres
de las fuerzas oscuras, que los labios resecos
escupieron al pote que de azufres bullía,
con entrañas de engendros que a la caída del día
añagazas furtivas su existencia cobraban
al salir de las cuevas a buscar alimento
y sucumbir en el bosque con encantos tan lleno.
Y al embrujo apagado de oraciones y rezos
sujetados de manos para caer en el cuenco,
surgieron vapores que entre agudos chirridos
dibujaron demonios que tomaban cuerpo
y bailaron sus danzas en aquel aire espeso,
escuchando los cantos que decía la arpía,
que pedía más sangre que le diese más vida.
Promesas, perjurios y ofrendas revenidas
que la boca sin dientes, de añeja danzarina,
regaló carialegre a los duendes y espectros
que de tantas blasfemias del fuego nacían
y traerlos a sus faldas que, con uñas rizadas,
aireaba con lascivia mostrando sus enaguas
y más de sus vergüenzas al sorber de la vasija.
Más tarde, pálida Luna escondiendo la cara
entre espinas y ramas de la blanca encina,
la sibila se enreda en casamientos de incubos
y orgías de sangre que del averno nacían,
aullando maldiciones para quien no quería,
danzando sin refajo, estallando de pasiones
hasta cantar el mirlo trayendo al nuevo día.
¡Ha despertado el alba y nacido la mañana!,
resbalaron los trinos entre las breñas mojadas;
y se esponjaron los musgos, el verdín de las jaras
y los rayos de albor entraron por la ventana,
matizando las sombras con pintura clara,
hundiendo a demonios bajo las brasas,
rindiendo a la hechicera remangada en su cama.
Y después, la parda llorona, escondió bajo el ala
el corazón de su cara y con mágico ruido
el escobón de la noche sacudió los palmitos
para despejar la estancia de escamas perdidas
e infernales olores que apestaban la casa,
pestilencias podridas que se fueron huyendo
por la puerta raída, como cuervos corridos.
Manolo Madrid
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