Que a veces
que ya me va harto y no deseo
contar más tiempo, mirar más nubes,
ni oír de chicharras más conciertos.
Que deseo,
y a veces así lo siento,
quedar tirado en la hierba de la vida,
como si calles de bullir y transcurrir de gente
fuesen prados y yo el césped,
o floridos arrabales de color verde,
con farolas de luz disfrazadas de chaparros y palmerales
y yo, adobes y mayólicas o terracotas
para dejarme dormir sin finales que me despierten
y me alejen nuevamente de paradigmas,
de ideas inconclusas
y ansiedades de abandono.
Que, siento a veces,
y a veces siento, navegar por un desierto
y más que olas son dunas de arenas sonoras
que se gritan unas a otras,
como crestas secas de un mar de bocas.
Y me gusta, entonces, ver arbolear los mástiles de la vida
y dibujar floridas volutas de nubes
con los picos de masteleros y sus bocas de lobo,
orzando en el aire los cabos y las drizas que gritan navegando,
mientras me dejo arrastrar
y me dejo recostar en aceras de calles de una ciudad,
o en senderos de algún pueblo montaraz.
Y miro a mi ras, en la noche nacida, los zapatos agitarse
huyendo de la soledad,
buscando el otro par,
y me dejo llevar
y siento que me llega la luz
de farolas sin extinguir
y siento que voy harto de contar horas
y latidos,
y suspirar gemidos en desiertos de intimidad.
Mientras, me dejo abandonar
por si algún viento de Poniente
me quiera llevar navegando hacia el Oriente.



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